Camilocho



Con sus bracitos extendidos hacia arriba y sus piernitas regordetas se acercaba hasta el modular de la sala-comedor-escritorio-habitación de huéspedes que teníamos en Alemania y repetía sin cesar “micana, micana, micana”. Yo lo miraba extrañada sin saber a qué se refería y aunque le preguntaba qué quería, él solo repetía “micana, micana, micana”. Fue quizás su segunda palabra, no tenía ni siquiera dos años y ya mostraba toda su intensidad a menos de un metro del piso. Cuando finalmente logré entender lo que quería, se iluminaron sus cachetes y sus ojazos y la “micana” comenzó a sonar desde la radiograbadora que yacía silenciosa en lo más alto del estante. Mi hombrecito mayor está a punto de cumplir ocho años, ese número que me sacude todos los recuerdos y una que otra impertinente lágrima de madre. Ya no son siete, son ocho, la plenitud de su niñez. 

A los tres años de edad, el 7añero de hoy dormía rodeado de un séquito de muñequitos, pelotas de colores y juguetitos. Uno de ellos, el más querido, era un pequeño “Lightning McQueen” que vibraba divertido cuando se le estiraba la tira que traía en la parte trasera y que en casa era comúnmente conocido como “ato-tele” (el auto de la tele). Que mi hijo se viniera por las noches a nuestra cama era un trabajoso traslado. Había que cargar todos los juguetes que custodiaban su sueño y acomodarlos para que los tres (o los doce) pudiéramos seguir durmiendo. Ahora no hace falta el séquito, se viene solo y se expande en la cama con brazos y piernas sin percatarse de los puñetazos y las patadas que propina a los durmientes de su cama ajena. 

Le gustan las matemáticas, le fascina el fútbol, la bici (aprendió a los tres), escribe cuentos, pelea con su hermanito, toca el piano, quiere aprender guitarra, me abraza y constantemente me pide “una sonrisita” (especialmente cuando me toca el papel de bruja sin escoba); por ahora anda melenudo, con los dientes de conejo a medio crecer, flacucho y torbellino. Atrás quedaron los minutos en los que acostado en su cobijita me dejaba tomar una taza de té y comer un pedazo de pastel durante las reuniones de los viernes con mis amigas-mamás en Alemania, era el único que podía pasarse toda la tarde sin dar trabajo. Mi hombrecito se ha convertido también en un hermano mayor no sólo cariñoso, sino que cuenta también con todas las características de uno: defensor de su propiedad privada y usurpador de la tranquilidad de su hermanito con los típicos: “Te lo dije”, “¿Ves?” y “Fue sin querer”. Mi hombrecito es además, una maquinita de preguntar y de argumentar cuando se trata de discutir con sus padres. El “pero mami” o el “pero papi” vienen seguidos de una interminable retahíla de ideas. Hay preguntas que no sé cómo contestar y argumentos que horas más tarde me ponen a pensar. 

Hijito, tus 3.880 gramos con los que viniste al mundo se han convertido en 24 kilos y tus 51 cm de ternura del primer día son ahora 122 cm de puro amor y alegría. Ocho años ya y me has enseñado lo fuerte y lo valiente que eres. Te amo hijo, te amo, te amo, te amo y termino ya porque no tengo kleenex a la mano.

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