Según el
calendario de 1975, el 10 de marzo de aquel año cayó en lunes. Nací a la una de
la mañana, es decir que mi mamá y yo iniciamos una semana bastante ardua y
feliz por aquellos años. Por supuesto que recuerdo muy poco de mis primeros
meses, las fotos no eran el pan de cada instante como lo son ahora. Lo que sí
sé es que la mejor compañera que pude tener durante la infancia y para el resto
de la vida, nació un año después. Mi hermana Sandra y yo habitamos una niñez
feliz, rodeadas del amor y la protección de las mejores mujeres que un
matriarcado podría tener: mi mamá, mi abuela Helena, mi tía Doris y mi
tía-abuela Julia. Nuestro mundo era una casa de muñecas hecha de cajitas,
cartones y un derroche de creatividad. Pasamos interminables horas jugando a
las Barbies, vistiendo nuestros sueños de niñas, despeinando ideas para miles
de historias y creciendo irremediablemente. Nuestro refugio eran, son y seguirán siendo los brazos de mamá.
En Oruro
pasé los primeros e inolvidables 17 años de mi vida. Es mi tierra querida, el
lugar que pese al tiempo y a la distancia añoro y ansio. Es la tierra que me
tatuó el alma de diablesa y en la que forjé mis alas para poder volar.
¡Gracias, mamá, por las alas y las raíces que me diste!
Mi primer
encuentro cercano con la muerte lo tuve a mis 14 años. Mi abuela Helena se
marchó cansada y recuerdo como si fuera ayer cuando besé su frente fría en son
de despedida. A los pocos meses celebré mis 15 años. Mamá me hizo una fiesta
hermosa, tal como la soñé, con 15 damas, 15 pajes, vestido de princesa de color
rosa, torta de pisos, vals y brindis. Y de los 15 pasé como si nada a los 17. Salí
bachiller y comencé a volar. Mi primer destino fue mi ciudad prestada,
IllimaniCity. Llegué a La Paz como salí de mi arenal, hecha un quirquincho
metido en su caparazón. Durante el primer semestre conocí a personas
increíbles, amigas con las que compartí lágrimas, sonrisas, amanecidas,
ilusiones, fiestas; amigas con las que aún puedo estrecharme en abrazos y
confidencias. Amigas de verdad.
Al cabo de
mi primer año de universidad nos dejó mi tío Carlos, uno de los hermanos
mayores de mi mamá. Para mi hermana y para mí fue mucho más que un tío, mucho
más. Pero las almas buenas dejan regalos divinos. A pocos años de su partida
nació mi sobrino Mauricio, el hijo de mi hermana. Era un bebé hermoso, rosadito
y lleno de rulos que se ha convertido en un dieciochoañero con personalidad.
Son 40 los que cumplo, las cuentas cabales.
Entre tanto
se diluían cinco años de estudio en la universidad. Terminé la carrera de
Comunicación Social en marzo de 1998. La fiesta de festejo de la tesis no
pueden ni imaginársela y yo haría mal en contarles lo poco que me acuerdo. Con
el título bajo el brazo el aleteo se hacía cada vez más fuerte. Tras la primera
respuesta negativa a una postulación de beca para España, me corté el cabello
casi al ras. Me corté el cabello, pero no las alas. Las puertas estaban
abiertas, solo hacía falta esperar. En octubre del 2001 me fui a Madrid, había
pasado tan solo un mes desde la estrepitosa caída de las torres gemelas de
Nueva York y yo tenía miedo de volar, pero volé. Pasé ocho meses intensos en la
capital de España, conociéndome en dimensiones hasta ese entonces incógnitas, en
una palabra, conociendo la soledad. En Madrid recuperé a una amiga que había
conocido en Bolivia años atrás, una de esas mujeres que se quedan en la vida
como amaneceres brillantes y que siempre están cuando una más las necesita. Me
siento afortunada de estar rodeada de estas amaneceres.
No conforme
el destino con Madrid me envió a Alemania. Todos los años de aprender alemán en
La Paz terminaban por convertirse en la mejor inversión de mi vida. ¿Quién iba
a decírmelo? En Alemania hice mi hogar, formé mi familia y di a luz a los
hombres de mi vida. Hoy que cumplo 40, recuerdo que festejé -hace diez años- mis
30 en compañía del que hoy es mi esposo y compañero, Camilo. Nos conocimos en Alemania, nos casamos en
Dinamarca y para que no quedara ninguna duda, hicimos legalizar nuestra unión en
Bolivia y Venezuela. Así crecieron mis afectos, extendiéndose hasta un país en
el que jamás había pensado ni siquiera como destino vacacional.
De mis
hijos podría escribir páginas enteras. Me llenan de amor, de tantísimo amor.
Mis 40 no serían nada sin ellos, nada.
Tras (casi)
diez años de aprendizajes interculturales, mis alas perpetraron el aleteo del
retorno. Empacamos diez años de un todo y regresamos a Bolivia. Fue una
decisión-elefante asumida y que está a punto de cumplir sus cuatro años de
vida.
Y aquí
estoy, a mis 40, con las mismas ganas de cada año de decirle a todo el mundo
que es mi cumpleaños; con sueños e ideas, con ganas de seguir volando. ¡Gracias
Papá Dios, gracias!
Hermoso recuento de alguien con raíces profundas y alas intrépidas.
ResponderBorrarMuchas felicidades Ana Rosa en este nuevo inicio de decada. Patty