La columna rota

Mirar hacia adentro

Wie der Mensch in der Natur Kraft schöpft - We Love Nature Magazine



Ana Rosa López Villegas*

Una de mis (pre)ocupaciones cuando era niña era conseguir un lugar en casa en el que mi hermana y yo pudiésemos armar nuestra casa de muñecas. Lo hacíamos con cajitas vacías de cosméticos y empaques más grandes de cartón. Así pasábamos horas de horas, jugando. Que yo recuerde, nunca nos vimos obligadas a quedarnos en casa por ningún motivo. En aquel entonces la palabra cuarentena sonó por primera vez en mi cabeza gracias a una serie “gringa” que nos gustaba mucho, la Familia Ingalls o La pequeña casa de la pradera; un clásico de los años ochenta. En el capítulo denominado La plaga se presenta un brote de tifus en el pequeño pueblo de Walnut Grove. El médico del lugar, el doctor Baker aconseja a todas las personas aislarse en sus hogares y evitar el contacto con otros miembros de la comunidad. Charles Ingalls, uno de los protagonistas de la historia, decide ayudar al galeno y encuentra algunas víctimas de la enfermedad, por ese motivo tiene que unirse en cuarentena al doctor Baker y al Reverendo Alden en la iglesia del pueblo, que se convierte en un hospital improvisado. Por supuesto que el episodio cierra con un final feliz, como casi siempre en la serie. Esas son algunas de mis vivencias infantiles. De allí en más, mi infancia en mi Oruro natal se convirtió en el lugar más hermoso de todos mis recuerdos. Un refugio que conservo con amor y agradecimiento. No necesito ver fotos ni videos para saber que así fue.

El tiempo pasa y hoy veo a mis hijos metidos en casa debido al COVID-19. Les imprimo una cantidad de hojas llenas de tareas que sus maestras y maestros me envían por correo electrónico e intento hacer que su día a día se acomode a esta nueva normalidad: escuela de lejos, aprendizaje en casa, tiempo libre planificado, horas online limitadas. Me sorprende que a su corta edad mis niños hayan tenido que pasar por esta misma situación en menos de seis meses. En noviembre de 2019 dejaron de ir al colegio por tres semanas porque Bolivia se encontraba en pie de guerra contra un fraude electoral y un gobierno que amenazaba con eternizarse en el poder irrespetando una decisión popular. Hoy están nuevamente “guardados” en casa porque un virus le ha declarado la guerra a la humanidad y nos ha puesto a todos en igualdad de condiciones frente al miedo y a la amenaza sin importar nuestro color de piel, credo religioso, lugar de origen o preferencia política.

 Pienso en mis pequeños, en las vivencias que ellos acumularán para amoblar ese lapso tan breve –ahora lo sé– al que llamamos niñez. Tengo almacenadas fotos y un mundo de videos de lo que ha sido su paso por la vida hasta ahora. Comparto con ellos todo el tiempo que me es posible y sobre todo trato de darles informaciones lo más claras y entendibles con tal de que puedan reconocer el mundo que les rodea. No estamos ya en tiempo de tabúes. Por supuesto que no puedo decirles todo ni preparar su camino para que eviten caerse o equivocarse. Busco hacer que su vida cotidiana esté lo más alejada que se pueda del miedo, pero no les oculto las noticias que a mí misma me preocuparían o me harían pensar. En los tiempos que corren, la velocidad del conocimiento –no así la del entendimiento– va mucho más rápido de lo que quisiéramos como padres y madres, y el estado de anormalidad que estamos viviendo actualmente en todo el mundo no es la excepción.

Hoy la naturaleza nos ha puesto un alto. Nos ha parado en seco y nos está dando la oportunidad de mirar hacia adentro. La comunidad de la que somos parte en estos momentos de nuestra historia como humanidad ya no es la que se encuentra casualmente en las esquinas a echarse una corta manito de charla o la que se junta en las cafeterías a compartir y charlar, la que se abraza y besa sin ningún temor. Hoy ser y hacer comunidad significa quedarse en casa y compartir en el espacio físico que reconocemos como domicilio con las personas que nos son más cercanas. Hacer comunidad en estos días se traduce en mirar por las ventanas y observar cómo pasan los minutos en las calles vacías. Ojalá que esta nueva forma de comunidad a la que estamos obligados no signifique que nos peguemos más a las pantallas de nuestros celulares y nos aislemos todavía más de las personas con las que tenemos que estar más cerca. Nuestros hijos y los niños en general necesitan un soporte, una manera de ver el mundo que dentro de todo les deje una ventana llena de luz y un reflejo en el que se vean sonreír. El futuro que les va a tocar lo podemos saborear desde ahora y en este momento tenemos la posibilidad de hacerles saber que el planeta y la humanidad todavía tienen una oportunidad.


*Comunicadora social
Twitter: @mivozmipalabra

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