Ana Rosa López Villegas*
Era inevitable y
lógico. El gobierno transitorio que inició Jeanine Añez el pasado 12 de
noviembre de 2019 generó expectativas entre los bolivianos. Posibilidades
razonables de terminar la zozobra tras casi un mes de desgobierno, caos, vandalismo
e incertidumbre democrática. El octubre de terror que vivimos los bolivianos el
pasado año tras la renuncia y fuga de Evo Morales y Álvaro García Linera primero
a México y después a Argentina, nos dejó marcas indelebles, heridas que aún no
terminan de sanar, lesiones que duelen aún más cuando tenemos que calarnos arrebatos
racistas innecesarios como los proferidos hace algunos días por el ahora
exministro de minería, Fernando Vásquez.
Volviendo al objetivo
de la transición, el establecimiento de ese norte temporal le devolvió un poco
de color a la ilusión de poder vivir en paz, de mirar al futuro con esperanza y
con la seguridad de que ningún caudillo autoritario y racista, disfrazado de democracia
volvería a adueñarse del poder y sobre todo de la libertad electoral de los
ciudadanos, de su voluntad sagrada de elegir a sus gobernantes y de aspirar a
un cambio imprescindible para la salud política del Estado y para el bienestar
de la mayoría de los bolivianos.
El aparato
estatal instalado por el masismo a lo largo de 14 años de gobierno se develó
como una de las maquinarias de corrupción más vergonzosas e infames de la
historia democrática boliviana. La lista de los elefantes blancos y de las millonarias
sumas de dinero que se malversaron en las empresas estatales nos revolvieron
los intestinos, pero en el fondo se sentía algo de alivio y se tenía la
confianza de contar con un gobierno interino que daría cabida a nuevas
elecciones, a nuevas expectativas y formas de reconstruirnos como país y como
pueblo. Volver a las urnas significaba hacer una especie de borrón y cuenta
nueva con nuestra democracia, significaba demostrar que Bolivia y su gente habían
vencido la batalla contra el fraude y que se sentaba un precedente histórico no
solo en el país, sino en toda la región. La realización de los nuevos comicios después
de la estafa perpetradas por el MAS y sus secuaces era el objetivo primero del
mandato temporal de Añez y aunque las condiciones para llevar a cabo estas
elecciones no eran las ideales, tampoco lo son ahora, la dirección era clara.
Sin embargo, tras
las primeras muestras de corrupción, tales como la protagonizada por el
exgerente de Entel, Elio Montes y el último escándalo generado por la compra
con sobreprecio de los respiradores de origen español, la incomodidad frente al
gobierno de transición se fue haciendo y se hace cada día más grande y evidente.
La consecuencia estaba vista: las voces que exigían la realización de las elecciones,
incluidas las de los oportunistas militantes del MAS, no se hicieron esperar. De
súbito llegó la pandemia ocasionada por el coronavirus y nos detuvo el coche en
seco, nos recluyó en casa y nos hizo protagonistas de una de las peores crisis
sanitarias a nivel mundial. En lugar de asistir a los recintos electorales, el
pasado 3 de mayo, fecha inicialmente pactada para ir a votar, los bolivianos se
quedaron en casa, al menos aquellos que de manera responsable y consciente respetaron
la instrucción del gobierno de extender la cuarentena general hasta el 10 de
mayo. La llamada cuarentena flexible o dinámica, una construcción semántica
contradictoria en sí misma si me permiten la humilde acotación lingüística, ha
demostrado que la ciudadanía no ha terminado de entender el alcance del Covid-19
y de los estragos que puede generar en los servicios de salud pública de todo
el país, estragos como los que ha vivido y todavía vive el personal de salud en
Beni y Santa Cruz. El colapso amenaza ahora también a la capacidad hospitalaria
de La Paz, urbe en la que se registran ya más de 840 casos confirmados, según
el reporte epidemiológico del Ministerio de Salud difundido el pasado 10 de
junio.
Y en medio de esta
intranquilidad que nos rodea, el Tribunal Supremo Electoral, a la cabeza de su
presidente, Salvador Romero, anunció hace algunos días que la fecha probable para
realizar las elecciones sería el primer domingo de septiembre, día 6 para ser
exactos. Todos los partidos políticos y sus candidatos han demostrado su acuerdo
y apoyan la decisión del ente electoral. Queremos creer que están conscientes
de que la fecha propuesta supone que las campañas proselitistas no podrán
desarrollarse de ninguna manera en las calles y con gran afluencia de seguidores
y militantes. Las autoridades electorales han asegurado además que para la cita
democrática se respetarán todas las medidas sanitarias de protección y cuidado.
Es decir, votar con barbijo y guantes y manteniendo un metro y medio distancia
en la fila y suponiendo que la población de riesgo quedaría al margen. ¿Qué
hacemos los ciudadanos? ¿Qué y cómo nos sentimos frente a esto? ¿Debemos
alegrarnos o no? Es difícil no sentir temor ante lo que viene. Esa sensación de
inseguridad que la pandemia ha expandido entre la gente se vive y se asume de
diferentes maneras. Pero ¿qué sería lo aconsejable para continuar preservando
la salud de la gente y el ya pesaroso trabajo de los centros de salud? Votar
por la salud significaría seguir suspendiendo la fecha de los comicios, pero
para que eso funcione necesitamos primero que los transitorios voten por la honestidad
y piensen en el bienestar de los bolivianos que no solo enferman por el virus,
sino por la impotencia de ver que la política que nos gobierna sigue siendo MÁS
de lo mismo. Esta es nuestra encrucijada actual.
* Comunicadora social
Twitter: @mivozmipalabra
Toda la razón. Hermoso.
ResponderBorrarGracias por leer Madahi :)
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