Ana Rosa López Villegas*
Hace un par de días un
amigo insinuó que yo era “progre” y aunque después dijo que se trataba de una
broma, tuve que preguntarle muy honestamente qué significaba eso de ser “progre”,
porque sin saberlo a ciencia cierta es muy difícil aceptar o refutar un adjetivo
según sea el caso. Se percibe de manera general, que la palabra se utiliza hoy
en día de forma despectiva para referirse a quienes poseen una creencia
política que defiende cosas tan específicas como el matrimonio igualitario o la
defensa de la espiritualidad frente a lo científico. Si nos atenemos a la
palabra progresista, uno puede pensar que se refiere a una persona que busca el
progreso o que está abierto a aceptar transformaciones necesarias que permitan mejorar
una realidad dada o cierto orden establecido. El progreso no tendría por qué
ser malo, sin embargo, no es tan sencillo y tratándose de política, pues mucho
menos.
¿Quién define cómo hay
que progresar? ¿Cómo se define ese progreso? Al parecer lo que para unos es
progreso significa un retroceso para otros y ese es actualmente el panorama global
en todas las latitudes del planeta. Que la educación sea considerada como un
bien común, que se garantice el acceso a la misma para todos los niños puede considerarse
un aspecto progresista con el que todos están de acuerdo, pero si cambiamos la dirección
de la brújula y la orientamos hacia la salud, salta por ejemplo el movimiento antivacunas.
¿Son buenas o malas las vacunas? Para las personas que han asumido como
principio no hacer vacunar a sus hijos menores quizás la respuesta sea obvia. Lo
cierto es que en algún momento de nuestra historia contemporánea se flexibilizaron los parámetros que antes se consideraban intocables y se han convertido en lemas
que dividen la opinión de las sociedades y en casos más extremos, las
enfrentan.
El término progre es, en
primer lugar, una abreviación de la palabra progresista cuyo origen se remonta
a la revolución liberal del siglo XIX y que servía para referirse a los
reformistas o revolucionarios, partidarios de la idea de progreso en el plano
político-institucional. Ser progre en ese contexto, equivalía a estar en contra
de los conservadores, seguidores del mantenimiento del orden existente, de ese
orden establecido que les ofrecía a los miembros de la sociedad un marco de contención,
si vale el término. Aquí cabe reflexionar sobre cuál era el nuevo orden
que buscaban los progresistas al margen de lo ya citado. Un nuevo orden conlleva
cambios y ya es conocida la frase que dice que todos los cambios, aunque
necesarios, son complicados también.
El progresismo como tal, es
una tendencia política que se basa en el desarrollo de un estado de bienestar,
la defensa de los derechos civiles, la participación ciudadana y cierta
redistribución de la riqueza. Así que se podría decir que busca una mayor
igualdad económica y social y avances en el área sociocultural. Pero una vez
más hay que recalcar que estos ideales tenían como contexto el siglo XIX, en el
que en Sudamérica por lo menos, la independencia apenas comenzaba y la
desigualdad parecía destinada a permanecer. Aunque Europa llevaba la delantera
en este tema, aun así, el progreso se refería en gran medida al crecimiento
industrial y todo lo que éste trae consigo.
De hecho, todas las
corrientes políticas que han existido y existen actualmente no solo tienden a
adaptarse de muy distinto modo según la realidad y el contexto en los que se
desarrollan, sino que también se entienden de formas diversas y de acuerdo con
conveniencias políticas igualmente dispersas. El progresismo europeo se
identifica según varios pensadores, como una izquierda democrática. Esta línea
ideológica aboga por el financiamiento de la salud y la educación con fondos públicos,
también tiene una clara postura en favor del aborto, la libertad sexual, la eutanasia,
el laicismo y el ecologismo; todos temas que levantan polémicas y que han
generado movilizaciones ciudadanas y agrupaciones sociales de activistas que
defienden o atacan una u otra temática.
El progresismo en Latinoamérica
es como el continente mismo: pluri y multi. Presenta una variedad de rasgos
ideológicos que en algunos países se parecen, mientras que en otros brotan como
contradicciones. En la básica disposición de los posicionamientos políticos, centro,
izquierda y derecha, el progresismo latinoamericano suele estar ubicado entre
los dos primeros y se caracteriza por apoyar una economía social de mercado. El
llamado socialismo democrático es también uno de los productos de este progresismo.
Sin embargo, hay otras opiniones que señalan que este lineamiento está más bien
asociado a un nacionalismo popular del que se desprenden ciertos socialismos
atípicos o posturas tajantemente contrarias al neoliberalismo.
En este contexto, es
inevitable tener que mencionar al engendro monstruoso del llamado socialismo
del siglo XXI que surgió hace un par de décadas ya y que tuvo como máximo
representante al fallecido Hugo Chávez, exgobernante de Venezuela. Esta
corriente es la propia imagen del lobo disfrazado de oveja. Con el socialismo
como puro adorno, esta forma de gobernar no es otra cosa que un populismo
caudillista exacerbado que se sirve del Estado y que secuestra ideológicamente
a los grupos sociales vulnerables con discursos que profundizan los sesgos y
alientan la discriminación.
Y al final de cuentas,
¿qué es ser progre? ¿Son los de derecha, los de la izquierda o todas las
variaciones que pasan por el centro? ¿Son solo los que se jactan de su rebeldía
contra el sistema? Temo no poder dar una respuesta a todas estas cuestiones, lo
que tengo claro son los principios con los que me he formado y que seguramente
serán muy distintos de otros; en todo caso no me defino como progre, porque es
tal el enredo que nos presenta, que lo único que hace es distraernos de lo que
realmente importa.
* Comunicadora social
Twitter: @mivozmipalabra
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