La guarida del Dragón Dormido

Por Ana Rosa López Villegas

El altiplano me embriaga las pupilas. La línea interminable de la helada altipampa me apaga un suspiro ante la majestuosa silueta del Illampu que se impone a mitad de camino, parece que nos vigilara desde la blancura de su quietud. Es mi primer viaje de tierra adentro desde mi retorno a la patria, mi primer reencuentro con la gente que quizá no ha visto otra cosa en su vida que el azul penetrante del Lago Titicaca, las olas que besan la playa, el contorno pedregoso y caprichoso del Dragón Dormido que endereza su joroba dentada y soleada a las orillas del agua sagrada. 
Partimos de madrugada rumbo a Santiago de Okola. El lugar se encuentra aproximadamente a 170 km de la ciudad de La Paz, a dos horas y media de viaje. Se trata de una comunidad del Distrito de Sisasani, Municipio de Puerto Carabuco, Provincia Camacho del Departamento de La Paz; lo mismo que  poco, el nombre –Santiago de Okola–  no me dice nada. Es la primera vez que voy. 
La Paz se despereza con la niebla tempranera y el tráfico no existe a esa hora. Nos conduce un ingeniero informático desempleado y de oficio prestado, así están las cosas… El Alto parece que no hiciera ni siquiera una siesta, las cholitas van cargando bultos,  los escolares corretean sonrientes y abrigados, y los comerciantes ya están parapetados en sus puestos de venta. Hace rato que el ambiente está cargado de bocinazos, de trancaderas y gritos ahogados. Me pregunto qué le da tanta vibra a este Alto despreciado. Seguimos en la vía, arribamos a Achacahi. Nos bajamos a desayunar. Hace un frío que cala y el sol es un adorno dorado en la alfombra azulina del cielo del altiplano. Café con leche en jarro enlosado y desportillado, pan con quesito y un pocillo de nata… y el frío que cala. Un manjar la nata, un espectáculo la diminuta caserita entre las ollas matronas, ennegrecidas y resquebrajadas que la rodean. En la Plaza nos compramos refresquito. Me pregunto si los “ponchos rojos” nos rodearán sin aviso preguntando a qué vinimos sin permiso… pero son puras fechorías de mi viajera imaginación.
Seguimos en camino. Ahora serpentea la carretera hasta llegar a la loma desde la que se admira el terruño de Santiago de Okola. Al fondo se divisa ya al Dragón Dormido, la formación rocosa que asemeja al animal mitológico encajado en este pedazo andino, singular y precioso.
El primer paseo por la orilla es un bálsamo, un descanso magnífico y cargado de energía. Las fauces del Dragón de piedra se apoyan en el Lago, resoplando al ritmo de la brisa. El agua helada y profunda, callada y milenaria… me moja los dedos, las mejillas y la traviesa se infiltra en mis zapatos acariciándome las plantas de los pies. A algunos metros del Lago se alzan las primeras casitas de los pobladores de Okola. Uno de ellos, don Tomás, me extiende la mano de bronce y sonríe mostrando entre los labios las ruinas de sus dientes que el acullico ha teñido con un espeso velo grisáceo. Apoyado en su bastón y separado del suelo por el grueso de caucho de sus abarcas, don Tomás nos conduce hasta su morada, la que ha convertido en albergue comunitario para turistas, como lo han hecho otras tantas familias emprendedoras de Santiago. Apenas llegamos nos brindan con tortillas de quinua y cocido de cebada, ¡cómo refresca el líquido turbio que se tambalea en mi vaso!
Aprovechamos las horas claras de la mañana para visitar el museo comunitario que se alberga en la escuela. Los okoleños tienen razón para enorgullecerse: la salita de exposiciones es una esmerada recuperación de trajes típicos, artesanías y piezas ancestrales donadas por los pobladores del lugar.  
Regresamos a la casa-albergue de don Tomás. Asoman las narices rojas y las cabelleras rubias de dos turistas canadienses que están a punto de almorzar por última vez en aquel refugio del Lago. La mesa está servida con sendos platos de arcilla que rebalsan un caldo de verduras que humea, una llajua que pica y al centro, sobre un aguayo de oscuros colores, un apthapi multicolor y plurisabor: ocas doradas y dulzonas, diferentes tipos de papas, choclo y un aromático manojo de ispis que me desatan la lengua en aguas de puro antojo. ¿Por dónde comenzar? Don Tomás nos amenaza diciendo que nada se puede quedar, que tenemos que comernos todo sin chistar… las gringas se espantan; hablan poco, sonríen harto y entienden a medias. Pero la sonora carcajada de nuestro anfitrión nos tranquiliza, incluso a quienes estamos decididos a comernos hasta la última migaja. 
De regreso a casa da pena dejar la guarida del Dragón. A medida que nos alejamos, el Illimani se alza inaudito mirando de palco la ebullición de gentes y sentires en la se convierte cada día la olla de cemento de La Paz. El viaje se acaba y se acomoda silencioso en la calma exquisita del recuerdo. 

Este texto participa en el Concurso de Relato "El mejor viaje de mi vida" organizado por el Sistema de las Naciones Unidas y el periódico Página Siete en el marco de la Campaña Convivir, Sembrar Paz.

Comentarios

  1. Este es mi regalo para ti, mi querida Bolivia, mi voz y mi palabra gracias a la belleza de tu tierra y de tu gente.
    :)

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  2. Gracias por la visita y el comentario Abuela Ciber :)

    Ana Rosa

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