
Ana Rosa López Villegas*
La gran noticia
de estos días ha sido que la directora del Museo Nacional de Etnografía y Folklore
(Musef - ubicado en La Paz) logró uno de los reconocimientos más importantes
del ámbito cultural a nivel mundial, la Medalla Goethe, una condecoración
oficial proveniente de la República Federal de Alemania y que se otorga anualmente
a personalidades que se destacan por su labor y compromiso con el intercambio
cultural internacional. Sin embargo, la mejor noticia es saber que Elvira
Espejo Ayca existe y que su historia de vida es un verdadero patrimonio para Bolivia
y para su identidad cultural. Y que valga el orgullo orureño, porque Elvira es
además originaria del ayllu Qaqachaka, de la provincia Avaroa.
Reconocida como artista
- poeta, ensayista, músico y tejedora, la Comisión de la Medalla Goethe honró a
Elvira por tratarse también de una "verdadera constructora de puentes que
realiza una valiosa labor de mediación cultural: entre América Latina y Europa,
entre la Bolivia moderna y su pasado colonial, entre sus propias tradiciones
indígenas y otras culturas, entre las disciplinas artísticas y las
generaciones. En la confrontación con las ambivalencias desarrolla su especial
poder creativo”. Un poder que la ha llevado a posicionar al Musef como uno de
los mejores museos del país, a entender la cultura como un ente vivo y en
constante movimiento e imprescindible para entender quiénes somos y hacia dónde
vamos y que ha hecho de ella una artista multifacética y sobre todo comprometida
con sus raíces y su desbordante impulso de aportar al patrimonio nacional.
Mientras
investigaba y buscaba información para escribir esta columna encontré el podcast llamado Patrimonial que la curadora boliviana Tatiana Suárez difundió hace
algunos días bajo el título de Elvira Espejo: Un viaje íntimo con la guerrera
del textil. Por más de una hora pude escuchar la voz de Elvira y no solo imaginármela
como experta del patrimonio y de la recuperación de la memoria etno-histórica a
través del tejido y de las muchas otras expresiones artísticas que desarrolla e
investiga. Conocer su vida es hacer un viaje a lo largo de la rebeldía, un
viaje que alucina mientras se conoce a una mujer ensañada con los esquemas que
desde muy pequeña intentaron, sin éxito, encajarla en el corsé de los
imposibles.
Como muchas otras
niñas del campo, Elvira aprendió el maravilloso arte del telar tejido como parte
de la herencia de género proveniente de su madre y de su abuela. Desde muy chica
se relacionó con las texturas de la lana y con los movimientos de la rueca que
le permitieron habitar un mundo de sueños y colores que ella no quiso dejar sobre
la almohada. A sus 14 años se atrevió a desafiar a su comunidad con la
descabellada idea de continuar sus estudios escolares para salir bachiller.
Ante el enorme disgusto de su madre y la advertencia de que si lo hacía tendría
que valerse por sí misma, Elvira se apresuró en tomar sus cosas y marcharse hasta
Challapata quebrando de esa manera la estructura comunitaria, que como ella
misma explicara en otro testimonio, era “tener los dotes, tener el rebaño,
conocer mucho del patrón del textil”, casarse y así fortalecer los lazos comunitarios.
Con el título de
bachiller bajo el brazo y el traje de la rebeldía ya bien puesto, Elvira volvió
a presentarse ante su familia, esta vez con la idea todavía más descabellada de
estudiar arte en la ciudad. En aquel momento no fue capaz de encontrar las
palabras que les hicieran entender a sus padres de qué se trataba eso del arte.
Se trataba sin duda de eso que a Elvira le movió hasta la fibra más íntima
cuando sus manos de niña tejían o cuando se cuestionaba por qué debía aprender
matemáticas en la escuela repitiendo unas tablas de números y en un idioma que
además le era ajeno. El que su maestra le dijera que la escritura le serviría
en el futuro mucho más que el tejido fue un hecho que marcó su vida y que más
tarde la transformó para bien de su pueblo y de su país.
Después de haber
terminado de estudiar en la Academia Nacional de Bellas Artes Hernando Siles de
La Paz retornó a su ayllu aún sin tener un panorama claro de cómo podría insertarse
en el mercado laboral. Su retornó significó entonces el descubrimiento de su
primera gran devolución patrimonial a sus orígenes. Las tejedoras de su comunidad
se acercaron a ella y le preguntaron qué era lo que había aprendido estudiando
eso del arte y qué podría compartir con ellas. A Elvira se le ocurrió entonces que
podría mostrarles los libros de esos reconocidos académicos del arte que se
deshacían en definiciones y explicaciones sobre los telares que ellas hacían. Las
tejedoras sorprendidas por aquellas palabras y con la sabiduría propia de su
experiencia le dijeron a Elvira que tales afirmaciones no correspondían a la
verdad, a su verdad, a su imaginario, a su vivencia y a su percepción artística
del mundo a través del telar. Esta tremenda bofetada le llegará a quién tenga
que llegarle, pero a Elvira le permitió constatar que la “producción académica
es para los académicos y no para las comunidades”, que es egocéntrica y ególatra
y que absorbe todo de las comunidades y nunca les devuelve nada.
Aquí debo
detenerme, me amenazan los mil caracteres de esta columna. Me quedo corta para
seguir describiendo el mundo de Elvira, me quedo hambrienta de su obra. Queda como
tarea pendiente y obligatoria para todos los que no lo han hecho aún, visitar
el Musef cuando esta cuarentena lo permita y para mí, la de conocer más de Elvira,
una mujer que ha pasado a formar parte de mi lista de mujeres de vida imprescindibles.
*Comunicadora social
Twitter: @mivozmipalabra
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