Ana Rosa López Villegas*
Según el diccionario de la Real Academia de la Lengua
Española (RAE), la palabra experto tiene dos significados. El primero dice: “Dicho
de una persona: Práctica o experimentada en algo.” El segundo señala: “Dicho de
una persona: Especializada o con grandes conocimientos en una materia.” ¿Por
qué he tenido que buscar estas definiciones en un diccionario si se trata de
una palabra que no reviste mayor complejidad? Porque sigo sin entender cómo es
posible que se llame “especializados y con grandes conocimientos en una materia”
a los miembros del Grupo Interdisciplinario de Expertos Independientes
(GIEI-Bolivia) de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH).
¿Qué clase de conocimientos en derechos humanos tienen
estos “expertos” que organizan encuentros abiertos para recibir el testimonio
de las víctimas de los luctuosos hechos de noviembre de 2019? ¿Cómo hay que
digerir el hecho de que estos “entendidos” en la materia expongan a las
víctimas a un público cualquiera sin velar por su seguridad física e integridad
moral? ¿Qué hay sobre el respeto a la dignidad y la defensa del derecho a la
libertad de expresión? No, no puedo entender que los miembros de GIEI-Bolivia carezcan
de sentido común, de un mínimo de sensibilidad social y humanitaria.
No es posible que en pleno siglo XXI sigamos asistiendo
a la flagelación y revictimización pública de personas inocentes que solo buscan
justicia, como es el caso de la periodista Casimira Lema.
¿Quiénes son estos expertos que no tienen idea de la
delicada situación social que se vive en Bolivia? ¿No saben que todavía somos
un país profundamente dividido, polarizado y que aún no tiene la intención de
sanarse de venganzas ni de exorcizar los demonios de la discriminación y del
odio? ¿A qué instancia tiene que acudir ahora Casimira Lema para exigir
justicia por el maltrato y violencia psicológica de la que fue víctima frente a
los mismísimos expertos de derechos humanos que la sometieron a ello?
Nunca olvidaremos el 10 de noviembre de 2019, día en
el que Bolivia ardía, textualmente, así como ocurrió con la casa de Casimira
Lema y de Waldo Albarracín. Tampoco olvidaremos este 25 de noviembre de 2020, día
internacional de la no violencia contra la mujer, porque una vez más
constatamos de la peor manera que ni siquiera la justicia es un lugar seguro
para protegernos del maltrato. Las mujeres estamos a la deriva y si no logramos
una alianza verdadera entre nosotras mismas, no habrá reconciliación posible.
Qué grande quedó esa palabra en boca del flamante y ausente vicepresidente de
Bolivia, David Choquehuanca.
Y no se trata ya de colores político o de intereses
partidarios. Los feminicidios así como el hostigamiento político de las mujeres
en todos los ámbitos del poder y de la sociedad nos afectan a todas por igual. Incluso
a aquellas militantes masistas que enarbolan su feminismo oportunista y que no quieren
ver ni reconocer quién es el enemigo en esta cruzada en la que cada vez sumamos
más muertes y vemos menos pragmatismo y voluntad política de hacer prevalecer y
cumplir las leyes.
Eva Copa, expresidenta del senado y miembro activo del
Movimiento al Socialismo (MAS) mantiene todavía sus acusaciones en contra del
actual ministro de gobierno, Eduardo del Castillo, por presunto acoso político.
La exlegisladora señaló que después de asumir la presidencia del senado tuvo
que apartarlo de su cargo de oficial mayor de la cámara alta por agredirla
psicológicamente y sentó una denuncia en el marco de la Ley 348 que debería garantizar
a las mujeres una vida libre de violencia. La destitución no se hizo efectiva y
el acusado fue restituido bajo el principio de inamovilidad laboral, debido a que
su pareja estaba embarazada.
Hace un par semanas la alcaldesa de Sipe Sipe en
Cochabamba fue agredida verbalmente por padres de familia que protestaban exigiendo
la entrega de la canasta de alimentos con los recursos del desayuno escolar que
no se entregó por la pandemia.
Y si miramos más atrás, veremos un triste panorama de
acoso político que en algunos casos terminó incluso con la vida de algunas
mujeres como fue el triste caso de Juana Quispe, concejala electa del municipio
de Ancoraimes, cuyo cuerpo fue encontrado el 12 de marzo de 2012 a orillas del
río Orkojahuira de La Paz con signos de violencia. El crimen sigue impune y los
principales imputados gozan de libertad.
Y si no se trata de la vida, las mujeres son
despojadas también de sus derechos políticos y ciudadanos como sucedió con la ahora
exconcejala de Potosí, Azucena Fuertes quien en agosto de este año denunció violencia
política por parte del Movimiento Al Socialismo (MAS), “debido a que cumplió su
rol fiscalizador en un caso de compra de maquinaria textil usada en 2015”. “Mis
derechos políticos han sido atacados, se ha judicializado mi rol de concejala.
Como mujer y como concejala soy víctima de acoso político, de una acción de
venganza por el MAS por el rol de fiscalización que he asumido desde 2015”,
denunció Azucena en aquella oportunidad y su calvario no ha terminado. No solo
fue suspendida como concejala sino que ahora enfrenta una serie de acusaciones
por injuria.
El nombre de Rebeca Delgado tampoco nos es
indiferente. La exdiputada denunció acoso político en el año 2013 en la asamblea
legislativa y fue víctima de acusaciones que dañaron su vida privada.
Seguro peco de omisión al referirme solo a estos casos
de acoso político y hostigamiento público, pero en nombre de las mujeres que
callan por temor y de las que fueron acalladas con violencia o con insultos
como sucedió con Casimira Lema, hoy levanto mi voz y vuelvo a comprometerme
como mujer con la defensa de nuestros derechos, por los de nuestras hijas y las
hijas de nuestras hijas.
* Comunicadora
social
Twitter:
@mivozmipalabra
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