
Ana Rosa López
Villegas*
Febrero se termina. Parece que en sus días arrastramos
todavía las secuelas que dejó el 2020 y acuñamos la esperanza de que la
pesadilla del coronavirus llegué de una vez por todas a su fin. El tiempo es
una trampa y al mismo tiempo un artilugio mágico del que podemos sujetarnos
para avanzar. Este febrero tan huérfano de carnaval y todavía tan colmado de
despedidas y tristezas, también tendría que habernos dado la oportunidad de
recapitular los pasos seguidos hasta ahora, esos que en todas sus dimensiones
han quedado marcados por la COVID-19, las medidas de bioseguridad, el
distanciamiento social y ahora la expectativa de recibir un pinchazo en el
brazo para dejar entrar el frío líquido de la vacuna que nos daría inmunidad.
Hace algunas columnas había escrito que esta etapa de
tempestad y peste debería habernos hecho florecer como seres humanos,
encontrando en el fondo de nosotros el verdadero propósito de nuestras vidas,
una intención positiva de reconocer al prójimo más como un compañero que como
un adversario. Aunque espero no haberme equivocado del todo, hoy tengo que
reconocer que este tiempo también ha revelado a los monstruos en los que
podemos convertirnos. En su mundo particular, cada uno es libre de convertirse
en lo que mejor le parezca contar de sobrellevar estos largos días de encierro
y vacío de futuro, una cotidianidad que nadie se imaginaba, pero traficar con
los intereses y los bienes comunes de la sociedad es una aberración que no
tiene nombre.
En Bolivia hemos sido testigos de que la corrupción,
al igual que el virus, no discrimina contextos ni autoridades. El escándalo del
sobreprecio de los respiradores adquiridos durante el gobierno de transición compite
ahora con los hechos suscitados en Brasil y Perú. Las vacunas de aire y el
ahora famoso “vacunagate” han encendido todas las alertas y además de
llevarnos al escepticismo, disparan la desconfianza en el momento en el que
menos la necesitamos.
Al menos dos técnicas de enfermería en Brasil han
tenido que darle explicaciones a la policía después de que se comprobara que
aquello que inoculaban en el brazo de los ancianos era aire y no la vacuna. Ahora
que el teléfono celular se ha convertido en una parte física de nuestra mano,
no faltaron familiares que grabaron el momento del pinchazo de la mentira y eso
fue suficiente evidencia para destapar el escándalo y para hacer que medio
planeta conociera del hecho gracias a la “magia” de las redes sociales. Las
investigaciones no han arrojado ninguna conclusión sobre el porqué de una
acción tan ruin. La única certeza es que una de las enfermeras podría pasar
cuatro años tras las rejas por el delito tipificado como desvío de bienes
públicos. Seguramente hay muchas razones, ninguna justificada, por las que ese
personal de salud tuvo que arriesgar no solo su fuente de trabajo sino la
confianza que el mundo en general ha depositado en su abnegada entrega en la
batalla contra el virus. Cuesta entender y aceptar que esto pase.
En el Perú el escándalo bautizado como “vacunagate”
ha desnudado la grotesca acción de una cúpula política que asume que su vida le
pertenece a una especie de privilegiados que recibieron la vacuna de forma
secreta en 2020. Se habla de alrededor de 500 personas entre políticos
conocidos, sus familiares y amigos. ¿De qué puede salvar una vacuna recibida en
esas condiciones tan egoístas y corruptas? ¿Qué inmunidad puede brindar si la
consciencia no es más que un despojo de integridad?
Entre tanto, en Bolivia son los médicos los que tienen
que seguir soportando no solamente las escasas condiciones de salud de los
centros de atención y la escasez de recursos para enfrentar la pandemia, sino el
desprecio y la soberbia del presidente Luis Arce Catacora. El gobierno todavía
no se ocupa de lo necesario para enfrentar la crisis sanitaria, todavía no
aterriza en propuestas prácticas para hacerle frente a la enfermedad que se ha
llevado la vida de casi 12 mil bolivianos entre los cuentan muchísimos miembros
del personal de salud en todo el país. Es un despropósito hacer llegar a
médicos extranjeros y de dudosa formación cuando el ministerio de salud no es
capaz siquiera de brindarles a los propios un marco adecuado para el desempeño de
su trabajo. Repito que no es momento de buscar enemigos, sino de tender redes,
pero el delirio electoral del oficialismo ha obnubilado la visión de las
autoridades. Hasta el propio candidato masista a la alcaldía paceña se da
licencia para opacar el trabajo del personal de salud del municipio de La Paz, asegurando
falsamente que no se atiende a la población porque los centros sanitarios permanecen
cerrados. No hay límites para su sed de poder, eso lo comprobamos ya en octubre
de 2019 cuando Evo Morales Ayma perpetró un fraude electoral que terminó con su
gobierno tras 14 años de sometimiento del Estado.
Así cerramos el segundo mes del año y esperamos al
tercer que será aún más político y electoral que los anteriores. Habrá ganadores
y perdedores, habrá denuncias y declaraciones arbitrarias, seguramente, pero en
medio sigue estando el ciudadano de a pie, el elector que merece respeto y que
espera que su voto sea respetado y que sus representantes se dediquen a lo
importante. Ojalá que éstos sean capaces de dejar en el pasado las venganzas y
las acusaciones que son solo piedras en el camino.
* Comunicadora
social
Twitter:
@mivozmipalabra
Instagram:
@misletrasmislibros
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