Ana Rosa López Villegas*
Pertenezco a la generación de quienes nacieron durante los últimos años de una de las peores dictaduras militares en Bolivia. Soy de las personas que vieron llorar a sus madres y abuelas cuando el 10 de octubre de 1982 se recuperaba la democracia en el país después de un largo tiempo de incertidumbre, violencia, dolor, muertos y desaparecidos. Aun sin entender exactamente lo que pasaba, recuerdo con nitidez el momento en el que Hernán Siles Zuazo asumía la presidencia del país en medio de vítores y estribillos.
Me sumo entre los
bolivianos que aprendieron a vivir en libertad y mamaron de una democracia
timorata que iba avanzando de tumbo en tumbo, que costó la vida y la sangre de
muchos compatriotas y que tejió nuevos sueños para un país que tenía todo el
impulso social para crecer y hacerse fuerte. Un país que contaba con los
recursos naturales necesarios para establecer una economía social que ofreciera
bienestar a todos los bolivianos. Sin embargo, la democracia nació débil y de
su mano iba una economía en bancarrota, zarandeada por una hiperinflación monstruosa,
digna de un récord Guiness y que más temprano que tarde no tuvo más remedio que
abordar la nave del neoliberalismo y hacer sangrar heridas que la Revolución
Nacional de 1952 había dejado abiertas y en carne viva, escisiones que nadie se
ocupó de curar a conciencia.
A mis siete años apenas
comprendía por qué el triunfo de la democracia significaba tanto en el mundo de
los adultos. Cuando cumplí once y la televisión comenzaba a transportarme a
otros sitios alejados de mi Oruro natal, viví “de cerca” la marcha que
protagonizaron los mineros del país en su intento desesperado por revocar el
cierre de las minas, medida económica que había sido asumida por el gobierno
del Movimiento Nacionalista Revolucionario (MNR) a la cabeza de su líder
histórico, Víctor Paz Estenssoro. La gran Corporación Minera de Bolivia
(COMIBOL) vivía sus últimas horas y con ella agonizaban miles y miles de
trabajadores mineros, especialmente en Oruro y Potosí. Mi hermana y yo llevamos
donaciones de ropa al canal de televisión local. “Para los niños que marchan”
le habíamos dicho al periodista que nos recibió en el estudio. Y también sin
saberlo, ambas estábamos siendo testigos de una de las expresiones más
significativas de dignidad nacional, la Marcha por la Vida de 1986.
El maldito-bendito decreto
supremo 21060 que todos conocemos como el hito neoliberal del país, delineó por
largos años las caras de la pobreza en Bolivia, dejó en el desempleo y el
abandono estatal a más de 20 mil trabajadores mineros y al margen de esa brutal
deuda social que jamás se saldó, sembró las semillas de “nuevas revoluciones”
que hoy se han convertido en la peor pesadilla de nuestra democracia. Porque del
protagonismo minero se pasó en poco tiempo al protagonismo de los productores
de la hoja de coca de El Chapare, varios de ellos herederos de la
relocalización minera de 1986.
Mientras la democracia comenzaba
a gatear, el escenario político se instituyó con tambaleos y dando lugar a grandes
líderes-caudillos y partidos políticos que estructuraron una democracia
partidista en la que muchos depositaron su confianza y en la que descansó por
cierto tiempo una engañosa estabilidad democrática. Pero lejos de instaurar
liderazgos jóvenes y una saludable renovación de los mismos, lo que nos tocó
ver en nuestras inexpertas lides democráticas es digno de antología. Cito tan
solo dos ejemplos. El líder histórico del ahora casi inexistente MNR, Víctor
Paz Estenssoro encarnó a lo largo de su trayectoria política dos de los hitos
históricos más importantes de Bolivia, la nacionalización de las minas en 1952
y su descuartizamiento en 1985. El segundo: la elección democrática del
exdictador Hugo Banzer Suárez que gobernó entre 1997 y 2001 y que hizo desaparecer
adversarios políticos y fue parte del sanguinario Plan Cóndor entre 1971 y 1978.
Así ha jugado la historia con nuestros aprestos democráticos, así de blanda y volátil
es la memoria colectiva que nos gastamos y ambas, la historia ladina y nuestra frágil
memoria fueron preparando el terreno para lo que vivimos en este momento, una
dictadura disfrazada de democracia y maquillada de socialismo, un régimen obsceno
que sin asco, sin pudor y sin vergüenza está destruyendo todo vestigio de
democracia, libertad y justicia en el país.
Bolivia está a merced del
Movimiento al Socialismo (MAS), a merced de un grupo de ególatras y enfermos de
poder y venganza que son incapaces de razonar, incapaces de enfrentar la verdad,
incapaces de gobernar. Estamos a merced de una mafia política altamente
peligrosa y corrosiva. Si pensamos que Evo Morales fue uno de los peores mandatarios
que hemos tenido, ver la ineptitud y falta de horizonte con el que Luis Arce
Catacora y David Choquehuanca manejan el país, es desgarrador.
No, este 10 de octubre no
tenemos absolutamente nada que celebrar. Tampoco sirve de nada ir a dejarle
flores a los muertos cuyos nombres se han acumulado de manera grosera en los
últimos 15 años de régimen masista, lo que hace falta es que volvamos a
mirarnos en el espejo, que resucitemos el espíritu de cuerpo con el que nos
enfrentamos al tirano Morales en octubre de 2019. No importa dónde estemos, lo
que importa es que reconstruyamos ese puente que nos unió de norte a sur y de
este a oeste durante aquellos días de gloria y miseria.
* Comunicadora social
Twitter: @mivozmipalabra
Instagram: @misletrasmislibros
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